2-UN ANILLO QUEBRADO
Escuché distraída la voz que, acompañada de un par de músicos, inundaba la sala. El canto era liviano como el vuelo de un pájaro y la aguda melodía llevó a muchos oyentes a días antiguos, mejores y más bellos. Pero a mí me aburría mortalmente.
En las cuevas se halla la reina
desnuda y vencida, entre el oro y el fuego,
Y en su regazo los niños del mundo,
fuera, en el cielo, un inmenso arco iris
Era una letra boba, como todas las de los juglares. Tampoco me gustaba la música, tradicional y muy antigua. Un timbal menudo y un arpa no daban para mucho en un día tan triste. Quizás antaño habría disfrutado de ella, pero des de la muerte de mi padre no podía hacerlo. Cuando la canción terminó el eco de la estancia dejó una nota final suspendida en el aire y no se pudo distinguir cuando terminó la música y empezó el silencio. Los aplausos de Ferthelm, el nuevo Thaedor, ese hombre grasiento, rudo y botarate, fueron seguidos por el jaleo de una multitud de guerreros medio borrachos y violentos. Y yo, Elgaria de Montedragón y mi hermana éramos sus rehenes.
—Una bonita canción —dijo mi hipócrita hermana que tenía a mi lado—, ideal para una cena importante como la de esta noche.
Pude oír la voz ronca del Heraldo Negro, antiguo consejero del difunto rey Borgar, alabando esa composición estúpida ante el embajador de los trasgos de las montañas que habló con su voz entre burlona y quisquillosa:
—A los trasgos la música de los hombres no nos dice apenas nada —dijo agitando su robusto cuerpo contra la silla—, más bien nos irrita. No hay más música que la del chasquido del látigo y el redoble de tambores en las cuevas de los trasgos.
El Heraldo hizo una mueca y continuó mirando el espectáculo. El juglar saludó a todos con una tímida reverencia y se retiró tras las sombras del gran cortinaje. Yo estaba sentada junto a mi hermana, como trofeos del nuevo orden. El Heraldo Negro, el embajador de los trasgos y algunos de los hombres de Ferthelm era nuestros compañeros en la gran mesa en forma de rombo que estaba en el centro de la sala. Alrededor teníamos algunas mesas alargadas en las que había decenas de invitados. La sala estaba adornada con los estandartes de los tres clanes dominantes de las islas, aunque el del clan del Oso había sido sustituido en su preminente puesto por el de la Golondrina de los Exiliados, los nuevos señores del reino. Había también colgados los tapices que explicaban la historia del reino, bordados por las mujeres de las Islas hacía siglos y que cada cierto tiempo era reparados y cosidos de nuevo con nuevos hilos para que nunca perdieran el esplendor ni se olvidara su historia.
Un sirviente dio una orden, y con un grito la comida fue servida en grandes platos de cerámica blanca traídos de más allá de los mares y jarras de vino de las tierras de Drunwald, y verduras asadas en bandejas de madera talladas en forma de frutas y hojas de roble.
—Un gran banquete, sin duda —dijo el trasgo con voz grave mientras su paladar empezaba a deshacerse —. ¿Y vos no coméis princesa Elgaria?
—Los banquetes en honor al nuevo rey me tienen aburrida —respondí sin mirar a los ojos cetrinos de esa criatura deforme, aunque altiva y pomposamente arreglada—, más bien me dan jaqueca. Supongo que debe ser el olor de carne podrida que sacude el reino.
—La niña tiene la lengua muy larga. ¿No educáis a las princesas en Montedragón?
—No siempre fue una chica tan complicada. En tiempos de su madre no iba de caza con las jaurías de monteros, ni corría por las cuadras como una sirvienta tal y como hace ahora. De pequeña era la princesa más buena que jamás hubo en Montedragón. Más humilde y dulce que su arisca hermana mayor, la heredera del reino —respondió el Heraldo Negro mirándome con severidad y ganándose una mirada de reojo de mi celosa hermana.
Sonreí falsamente. ¿Complicada yo? Bobadas. Siempre hice lo que debía hasta que me harté. Me harté de ser la niña bonita de la corte a la sombra de su hermana mayor, más bella y altanera. Mi hermana, la niña perfecta. Perfecta y arrogante. Cruel con los criados que no se plegaban a sus designios. Celosa de una hermana que había llegado sin esperarlo, sin pedir permiso. El embarazo de la reina, mi madre, fue complicado. Mi hermana nunca me perdonó la larga convalecencia que la separó de ella más tiempo de lo esperado. No hubo más hijos. No podía haberlos. Luego al poco la reina murió y también mi padre, hace poco menos de un año. Cayó del caballo en una cacería en el Robledal Encantado.
— ¡Princesa, volved a la tierra! Parece que estáis otra vez en vuestros mundos y ensoñaciones.
Esta vez era la voz de mi antigua aya y ahora ordenanza de mis damas de compañía la que me devolvía a aquel festín amargo.
— ¡El rey desea decir algo! —anunció uno de los señores de Costa Agreste sujetando su jarra de hidromiel.
Se hizo el silencio y el rey se levanto rompiéndolo con el tintineo de sus anillos de mallas y repicar del metal de sus numerosas armas colgadas del cinto de cuero adornado con las dos serpientes enroscadas, el cinturón del Thaedor.
—Tras una primavera y un verano de guerras entre los Isleños finalmente el consejo anciano de Montedragón ha aceptado a Ferthelm, señor de la Isla de los Olvidados, o sea yo mismo, —añadió con una mueca torcida y desdentada— como Thaedor y señor de la isla grande de Dolbadur, cabeza de todas las Islas. ¡La guerra de los tres clanes ha terminado! Las Golondinas de Viskibur, los Halcones de Aran y los Osos de Cravik pueden vivir en paz de nuevo.
Estallaron los aplausos y las jarras golpearon las mesas y algunas se quebraron. El jolgorio que siguió a la celebración fue el único momento divertido de la velada. Cuando se hizo el silencio el rey siguió su discurso:
— ¡Hermanos! Además hemos trabado una alianza con los trasgos de las montañas y los dragones negros que garantizarán la paz y la prosperidad de las islas. A partir de ahora la plata y el cobre de las minas serán las nuevas monedas de las Islas. El tiempo del trueque y los Kravts de hueso de dragón ha llegado a su fin.
Otro silencio inundó la sala. Vi las caras entre asustadas y sorprendidas de los asistentes al banquete: todo el consejo del Thaedor, los guerreros más fieles de Ferthelm y algunos de los Than del resto de los clanes.
— ¿Estáis seguro señor? Desde antaño las Islas han venerado a los dragones y utilizado monedas hechas de hueso —dijo uno de los ancianos que no había votado a Ferthelm.
—Ese tiempo ha pasado. Los dragones son ahora nuestros aliados. No creo que incentivar la búsqueda de huesos de dragón en las Islas sea la mejor manera de sellar una alianza y la paz del reino. —argumentó de nuevo Ferthelm lanzando un eructo al final de su breve discurso.
¿Alianza? ¿Paz? De que hablaba ese hombre. Solo las armas le habían hecho rey. Las armas y el fuego ácido de los dragones negros que habían ayudado a Ferthelm. Por no hablar del oscuro pacto con los trasgos de las montañas que era el que permitía substituir la vieja moneda de dragón por el vil metal, algo que prohibían tajantemente las antiguas costumbres. No habrá metal alguno en el intercambio de bienes a no ser que sea el del choque de dos hachas, rezaba una de las leyes escritas en el rollo de pergamino rúnico que las recogía una a una. Mitrar, antiguo consejero del Thaedor de mi padre se levantó y pidió la palabra alzando la mano con la palma abierta como era costumbre.
—Los dragones andan revueltos, señor. He oído historias de pescadores que han avistado dragones azules muertos en las costas del Vestifudr. Mensajeros del este han visto camadas de dragón rojo combatiendo a los negros en los cielos de Torre Oscura. Y un escudero de mi hijo, un tal Thorgal, me contó hace un par de lunas que en Costa Agreste unos viñedos habían sido arrasados por el fuego. El Equilibrio se ha roto… Entonces fue el Heraldo quien se levantó y respondió en nombre del rey mientras este devoraba un trozo de carne.
—Precisamente por esto debemos adoptar la nueva moneda. La guerra entre dragones no nos incumbe. Y la abundancia de huesos de dragón podría atraer más aventureros de la cuenta. Eso podría provocar desajustes en los precios de los mercados. El metal es más seguro, más sencillo de utilizar para todos. Dará trabajo a los herreros, contables y escribanos. El tiempo de los dragones se agota y llega el tiempo de los hombres.
—Y el de los trasgos. De nuestras minas y con la sangre de los esclavos se obtienen los preciados metales —siseó una voz arrogante y que cortó el discurso del rey infringiendo las leyes y costumbres. El trasgo miró a todos y dejó caer una bolas entera de monedas encima de las mesa.
—¡Larga vida al rey! —gritó una voz anónima que fue seguida por un coro de voces medio ebrias.
No era la primera ni la última de las leyes que se violarían en los tiempos que habían de venir. Me pregunté si eso formaba parte del trato. Creo que todos los presentes que no estaban al corriente de los pactos entre Ferthelm y sus inexplicables compañeros de juego se interrogaron por el mismo motivo. Cuando el griterío pasó el viejo Mitrar mesó su barba pelirroja y levantó la mano para exponer otro argumento.
—Según las costumbres antiguas…
—Esa época ha pasado —le interrumpió el nuevo Thaedor bruscamente—, los dragones son ahora nuestros aliados. Y eso implica que los dragones de plata y cobre con la runa de Ferthelm sean la mejor manera para fomentar el comercio y la prosperidad. El dinero va a evitar-nos muchas guerras y conflictos.
Un silencio siguió esas palabras y los presentes sorbieron sus jarras mientras los![]() |
Trasgos de las cuevas (por Jordi Solà) |
criados entraban viandas nuevas con deliciosos manjares. El Heraldo Negro se irguió con todo su cuerpo y ladeó su robusto cuello mirando a ambos lados de la concurrida sala. Y habló en voz alta para que todos oyeran y dieran testimonio de su promesa ante el embajador de las montañas: —Como veis el trato entre hombres, dragones negros y trasgos será provechoso para ambas partes. Como Heraldo del nuevo Thaedor me comprometo a hacer llegar a vuestro señor un número razonable de jabalíes, corderos y aves de las marismas. Deliciosos y suculentos manjares para su paladar.
—Siempre lo ha formado. No es de recibo que solo Shavior, el Anciano Oscuro, se beneficie del pacto con el reino de Dolbadur con los dragones negros —dijo el embajador trasgo alzando el brazo y fijando su vista en una pequeña mancha moteada de sombra y púrpura que se agitaba en las bóvedas de la sala.
—Vuestras maquinaciones me dan asco —les interrumpí de golpe.
—Otra vez la chiquilla insolente. Esto empieza a ser una mala costumbre —dijo el embajador con su voz rugosa.
—No temáis querido embajador. Ella no será destinada a vuestras tierras. Su destino es otro. —respondió el Heraldo Negro mirándome con displicencia.
¿Destino? Quién era el Heraldo Negro para decidir sobre mi destino. ¿A que se refería? Luego lo supe. Aunque no comprendí lo que significaba la palabra destino hasta días después de la cena. Zanjé la discusión callando, como siempre hacía con los adultos que, como padres omnipotentes, creen poder dirigir la vida de sus vástagos como si fueran títeres. Comí frugalmente pues el espectáculo de ver comer a una panda de señores hambrientos y ebrios era demasiado incluso para una hija del rey Borgar, conocido por sus opíparas comilonas y desmesuradas competiciones de bebida ante sus compañeros de armas. Mi padre fue un Thaedor alcohólico, es cierto. Pero nunca fue un borracho. No perdió nunca la compostura y su ebriedad, fruto de la nostalgia que sentía por un pasado que jamás iba a volver, no afectó nunca sus capacidades de gobierno ni sus virtudes como padre. Más bien creo que fueron un efecto de su intento de ser mejor de lo que era.
Recuerdo que una vez mi madre me dijo que todos los hombres tienen dentro de ellos el espíritu de un animal. Y ese animal siempre lucha por salir a la luz del sol. Yo podía ver en las almas de los demás, saber cual era su verdadero interior. El de mi padre era el de un fuerte oso, el clan al que pertenecía. El animal del Heraldo Negro era un cuervo, estaba segura. También sabía de la culebra que vivía dentro de la sirvienta Hibka, el ruiseñor que habitaba el cuerpo del niño que cantó en el funeral de mi madre, el jabalí gordo que habitaba en Ferthelm, el gusano que anidaba en el servicial Prikdar, guardián de las caballerizas del reino. Y mi hermana quizás era una araña de cuerpo afilado y patas negras y peludas... Una voz suave y aterciopelada me sacó de mi ensimismamiento.
—¿Está delicioso verdad hermanita? —preguntó ella como si pudiera leerme el pensamiento y supiera que pasaba por mi cabeza.
—La carne deliciosa, aunque con tanto eructo, brindis cervecero y cantos guerreros no da muchas ganas de comer.
—Siempre tan optimista hermanita. No crees que hay que ser más positiva. Hoy será una gran noche.
—¿Cómo? Una gran noche la que confirma que somos prisioneras de nuestros enemigos. Tienes un sentido del humor muy extraño hermana.
—Van a casarnos. Esta noche sabremos el nombre de nuestros esposos.
—¿Cómo?
—Van a casarnos.
—¿Casarnos? Sin nuestro permiso jamás. Las leyes viejas no lo permiten.
—Exacto, las leyes viejas no. Las nuevas las hacen ellos. Sonríe y espera que te toque el menos gordo, menos feo y más rico de todos los que andan por aquí —dijo alzando la copa, dando un pequeño sorbo y fijando su vista en un apuesto guerrero de los clanes del Norte.
—Yo no pienso casarme. Y menos con alguno de esos hombres. Prefiero la muerte. Y la tradición es que las princesas se casen con alguien de su mismo clan.
—Ya oíste al Thaedor. Los tiempos han cambiado. ¡Ya no somos unas niñas! Nuestro padre no está, ni madre tampoco. Así que alguien debe protegernos. La sangre real corre por nuestras venas y los matrimonios siempre han sellado la paz entre los hombres. Somos como este trozo de carne que hay en el plato. Un delicioso manjar para los vencedores.
El realismo de mi hermana siempre me había fastidiado. Ya en nuestra infancia ella siempre desconfiaba de las leyendas y los cuentos. Exhibía una superioridad ante los cuentos que nos contaban las ayas, desmontando con argumentos los relatos y rasgando el velo mágico que los cubría. Era muy lista, quizás demasiado. Mi padre me dijo que mi nacimiento la había hecho crecer demasiado pronto. A pesar de todo estaba seguro que me quería. Luego fui mi carácter el que se fue agriando, tras la muerte de madre y el brusco cambio en la personalidad de mi padre, cada vez más melancólico.
—¿A quién tomarías por esposo?
— Vuelves a la carga. Yo no quiero casarme. Ya te lo he dicho.
—En general las mujeres no eligen su destino. Y las princesas menos aún. Solo antaño las mujeres escogieron a sus maridos a su antojo. Y los dejaban si querían. Ahora solo las campesinas escogen durante los bailes de la cosecha. Aunque también hay muchos raptos y matrimonios forzados o pactados entre familias. Algo que nuestro padre siempre combatió.
—No lo aceptaré. Puedes estar segura.
El Heraldo había puesto sus oídos en nuestra conversación, mientras acababa de concretar unos detalles con el feo embajador, cada vez más embotado por la comida y la bebida. No sabía cual de los dos me parecía más monstruoso, a pesar que el Heraldo era un hombre atractivo de facciones aguileñas, pelo negro lacio y mirada brillante. Pero su interior era tan oscuro como su apodo en la corte. Había sido consejero de mi padre y ahora lo era de Ferthelm, el nuevo Thaedor. Y si este muriera lo sería de su sucesor. Nadie conocía las Islas como él. Había viajado de joven como marinero en los tiempos de la pesca abundante que siguieron a la proclamación de mi padre como Thaedor. Habían sido buenos amigos con papá. Habían compartido chanzas, juegos, borracheras y peleas. Quizás alguna mujer incluso. Pero luego algo le cambió.
Mi padre hablaba poco del pasado, de su juventud como guerrero sin cabeza ni sentido de la moderación. El cargo de Thaedor y el matrimonio le hicieron sentar la cabeza, pero el oso que llevaba dentro reclamaba de tanto en cuanto su sitio. Y madre me lo dijo muchas veces: los hombres no cambian más que de piel, pero su alma es siempre la que llevaban al llegar al mundo. Los demás y sus almas eran para mi claros como el cristal, pero yo no sabía cual era la mía. De pequeña pensaba que tenía la astucia del zorro, per al madurar me vi siempre como una águila solitaria. De repente el Heraldo se levantó y habló:
—Hermanos, hemos hablado de monedas, de leyes, de reyes nuevos y futuras alianzas. Pero para que el reino prospere hacen falta también hijos: varones sanos, fuertes y valerosos y hembras fértiles y tan apasionadas como serviciales. Sin el matrimonio nada podría continuar, ni el reino más fuerte puede resistir sin herederos. Ha llegado el momento de hablar de bodas y anillos
Mi hermana sonrió y yo me hundí en la silla. Era cierto. Pensaban casarnos con los hijos de los clanes que ahora señoreaban el renio. Callé esperando que todo fuera un malentendido y mi hermana fuera la elegida, pues era la mayor y la dispuesta a casarse.
—Para que así sea el nuevo Thaedor ha decidido que su hijo, el príncipe Wilhem se case con Elgaria de Montedragón y sean así los herederos del reino. —dijo mientras gesticulaba y sacaba un objeto de su bolsillo alzando el brazo. La princesa Segrid, su hermana, tendrá la libertad para escoger su esposo, como muestra de la buena voluntad de Ferthelm, señor de los tres clanes.
—¿Cómo, tú?
Los hombres empezaron a silbar y aplaudir ahogando la pregunta que mi hermana hizo a una indiferente audiencia. Mi hermana nunca pensó que el Thaedor podía hacerle esta afrenta, y menos ante todos. Empezó a ruborizarse y sus lágrimas afloraron.
—Ella no puede ser reina. Yo debo serlo. Siempre lo fui.
—Esto es un ultraje. ¡Ella no puede ser elegida! —dijo uno de los consejeros reales, alzando el brazo y fijando su vista en una pequeña mancha moteada de sombra y púrpura.
—¿Cual es la razón?
—Ella no es la heredera.
—La quiero a ella… Para mi hijo la quiero a ella. Es contestona, lleva dentro alma de guerrera. Será una buena madre para mis nietos. La otra es solo una princesa llorona y mandona. No quiero a una joven así para mi hijo.
Mi hermana se levantó de la mesa y dejó la cámara del banquete. Antes de salir me miró llena de odio. Aunque la verdad es que se dio cuenta que todo era culpa del Heraldo Negro, quien la había traicionado y la quería para él. Estaba enamorado de ella desde hacía años y por eso no la había querido casar con nadie, con la esperanza de que lo escogiera a él ya que era quien gobernaría el reino de hecho dada la embriaguez y el descuido de ese nuevo Thaedor. Yo estuve a punto de levantarme pero aguanté en mi silla. El Heraldo Negro se levantó y sacó un objeto de su bolsillo.
—Un anillo de hueso de dragón. Un presente para formar una alianza entre los clanes, para unir lo viejo y lo nuevo, los exiliados y los isleños. —dijo con su voz de hurraca de mal presagio.
El Heraldo acercó el anillo a mi mano. Oí algunas risas maliciosas. Lo sostuvo unos instantes jugueteando con él, para luego dejarlo encima de la mesa ante mis ojos. Todos esperaron mi gesto, mi alegre sonrisa por ser la nueva reina, por haber ladeado a mi hermana de la sucesión, por heredar el trono de mi padre. No les di esa victoria. Todo ese goloso premio lo tendría si aceptaba casarme con un hombre que jamás había visto, por casarme con el hijo de un carnicero. Pero no iba a hacerlo.. Con un gesto rápido tomé prestada el hacha del cinto del Trasgo que tenía a mi lado. Medio borracho apenas pudo girar el cuello para contemplar mi rápido y certero golpe. Oí algunas voces gritar mientras descargaba el brazo contundencia sobre la mesa.
—¡Qué hacéis señora¡
—¡Por los dioses¡
El anillo se quebró en pedazos y el hacha quedó incrustada en la madera, y lo estuvo hasta el final de los días de Montedragón, pues Ferthelm no permitió que nadie la sacara de allí hasta que la boda entre yo y su hijo se celebrara. Nunca pudo ver a su hijo casarse. Tiré la silla al suelo y salí corriendo del banquete, mientras aún resonaba en mi cabeza la voz grave y ebria de Ferthelm y la sonrisa horrible del embajador de los trasgos. Oí muchas voces, una de ellas identificable. Mi antiguo mentor Kratt, el hombre más sabio de Dolbadur.
—¡Princesa, volved aquí!
No iba a casarme con el hijo de aquel hombre, me repetí mientras corría. Mis pies me llevaron, ignorando a las criadas que encontraba en su camino y los gritos de mi hermana que iba tras de mí entre celosa y ofendida. El bien del reino habían dicho. El reino me importaba, pero no más que mi propia felicidad. No iba a casarme con ningún príncipe. Y menos aun con el hijo de un pirata coronado como rey, con mi captor. Los Exiliados eran la peor calaña de las Islas, descendientes de los deportados en los primeros días de los hombres. Antes me iba a arrojar de la torre más alta de la ciudadela. O mejor. Iba a matar al nuevo príncipe...
Al llegar a los aposentos de mi difunto padre caminé hasta el armario. Abrí las puertas decoradas con emblemas de un roble de tres troncos, un linaje ya extinguido, un mueble que había pasado de generación en generación. Había dentro una columna de libros y documentos: copias de testamentos, privilegios y donaciones de viejos reyes que se amontonaban en un arcón. Los arrojé sobre la gran cama real. No los necesitaba. La tapa del arcón crujió en abrirse. De repente alguien llamó a la puerta de forma ruidosa.
—¡Abrid princesa¡
—Si no lo hacéis será peor. ¡El Thaedor quiere veros, os reclama! —dijo otra voz diferente, más ronca, probablemente el Senescal del castillo, cuya voz era afónica tras una grave enfermedad.
No dije nada. Me arrodillé ante el cofre y saqué un fardo envuelto en una vieja y gastada ropa blanca. La retiré con presteza pues la puerta temblaba con cada golpe y contemplé la vaina de piel con las dos ramas de roble entrecruzadas repujadas en el cuero, y el pomo trabajado formando un gran trébol. Afuera gritaron dos veces más. Oía muchas voces tras la puerta, luego golpes y una voz chillona que me era familiar. Antes la muerte, me repetí como una plegaria. Saqué la hoja que media apenas un brazo y la sostuve contemplándola. En la hoja había dos dragones enroscados trabajados en el metal como solo supieron hacerlo los herreros antaño. Era la espada de mi padre, el difunto rey Borgar, señor de Dolbadur, y Thaedor de Montedragón. Y entonces vi que en una de las esquinas de la cámara real abandonada, pues Ferthelm había tomado otra como aposento, una pequeña sombra crecía y se agitaba y tomaba una forma no humana. Y se me heló el aliento.